miércoles, 20 de noviembre de 2013

Ajenos a la realidad

Hace un año, Naderev M. Saño, jefe de la delegación filipina en las negociaciones sobre el cambio climático en la Conferencia de las Partes, pedía, ante sus compañeros –todos ellos Jefes de Estado-, auxilio. Lo hacía sabiendo que su país recibe cada año cerca de veinte tifones, y quizás lo hacía también intuyendo que pronto vendría el más destructor de todos: el tifón Yolanda.


Con vientos de hasta 314 km/hora y olas de hasta 15 metros, el tifón que ha arrasado la isla de Leyte y ha acabado con la ciudad de Taclobán, se ha convertido en el fenómeno meteorológico más fuerte y violento de los acontecidos hasta la fecha en el archipiélago. El gobierno filipino confirmó que 4.460 personas habían perdido la vida. Un dato que no se aleja demasiado de aquellos que dejaron el tifón Thelma -el más destructivo hasta ahora con 5.100 muertos-  y el tifón del pasado año, Bopha –con 2.000-.

El tifón Yolanda forma parte de la serie de catástrofes naturales que ha asolado el planeta desde comienzos del siglo XXI. Las imágenes del huracán Katrina, el terremoto de Haití o el tsunami que asoló la costa del Índico en 2004 aún las revivimos con claridad en nuestras mentes. Y estas imágenes señalan, sin lugar a dudas, que el cambio climático es una realidad. A su vez, generan diversas preguntas: ¿cuándo dejarán los países con menos recursos de pagar las consecuencias del calentamiento global? ¿Cuándo desaparecerá la venda que impide ver a los mandatarios que los efectos existen? ¿Cuándo se dejará de ser ajeno a la realidad?

Si bien antes los seres humanos se enfrentaban a catástrofes naturales y podían parecer cercanos a la naturaleza y alejados de su destrucción –a excepción del caso de la Isla de Pascua, en el que sus habitantes agotaron los recursos-, lo cierto es que la preocupación por el medio ambiente no llega hasta la segunda mitad del siglo XX. Con la aparición de la Revolución Industrial, el hombre le pierde el respeto a la madre natura y comienza a disponer de los recursos naturales para su explotación. Se estudia la naturaleza para integrarla a la técnica, y con ella, a la industria.  Pero es en la década de los sesenta cuando comienza a tomar forma la idea de que ‘no podemos hacer con la naturaleza lo que queramos’ y tampoco ‘podemos tomar todos los recursos a nuestro antojo’. Los occidentales se percatan de los cambios que la técnica ha provocado en el medio ambiente y empiezan a sentir la amenaza del fin de la existencia.

Afectadas por el huracán Katrina 
Desarrollo sostenible
A raíz de este cambio de pensamiento, aparece en escena un concepto que aglutina el nuevo descubrimiento e intenta que la economía haga las paces con la ecología: el desarrollo sostenible. Catapultado y difundido por la Cumbre de la Tierra celebrada en Río de Janeiro en 1992, “la expresión se refiere a un proceso de desarrollo socioeconómico capaz de prolongarse en el tiempo sin minar catastróficamente la capacidad de la naturaleza para mantenerlo”, señala el sociólogo Ernest García. Tal y como afirma éste, el concepto adolece de una “ambigüedad política”. Es decir, se reconoce que el modelo de sociedad actual perjudica al medio ambiente, al mismo tiempo que no se abandona el fin de ese modelo, esto es, el crecimiento económico. Horizonte que guio la actividad industrial desde el inicio de la Revolución Industrial y causante de agravar el clima.

De ahí que numerosos sociólogos, como el alemán Harald Welzer o el ya desaparecido francés Cornelius Castoriadis, indiquen que la única forma de no dañar aún más el medio sea abandonando el modelo capitalista.

Hace falta que haya cambios profundos en la organización psicosocial del hombre occidental, en su actitud con respecto a la vida, para resumir, en su imaginario. Hace falta que se abandone la idea de que la única finalidad de la vida es producir y consumir más –idea absurda y degradante a la vez-; hace falta que se abandone el imaginario capitalista de un seudocontrol seudorracional, de una expansión ilimitada.
No obstante, tales palabras quedan refutadas con aquellas que ofreció la ONU en la década de los noventa. “El desarrollo sustentable no implica el cese del crecimiento económico. Más bien exige el reconocimiento de que los problemas de la pobreza y el subdesarrollo, y los problemas ambientales relacionados, no se pueden resolver sin un vigoroso crecimiento económico”. Argumento compartido, asimismo, por la Comisión Brundtland y la Unión Europea y que impulsó la aparición de la economía medioambiental y la economía ecológica.

Un avance significativo
La economía medioambiental sigue considerando la naturaleza al servicio del hombre, pero se preocupa por ella al introducir técnica y gestión de recursos para controlar el posible daño. De acuerdo con Victor Climent, escritor y sociólogo español, este modelo de capitalismo no es una alternativa ecológica real, ya que por un lado, “los mecanismos de mercado todavía se resisten a interiorizar las externalidades negativas que el mismo genera”; los Estados apenas tienen iniciativa política – debido a “la dinámica electoral y las fuertes presiones ejercidas por los grandes grupos industriales”-; y “las diferencias entre los intereses productivos nacionales y el carácter planetario de sus efectos secundarios”.

Por su parte, la economía ecológica evalúa los impactos ambientales en términos económicos, pero también físicos. Valora aquello que la economía medioambiental no tiene en cuenta, que es el proceso físico de producción y gasto, y pretende que éste sea sostenible. Es un enfoque que se preocupa por las generaciones futuras –multigeneracional, palabra de Georgescu-Roegen-, considera la tecnología como una ilusión -en lugar de ello, propone que ‘se pase con menos’-, y afirma que debe realizarse un paulatino cambio entre las energías no renovables y las renovables.
 
Concienciados sin actuar
El sociólogo alemán Ulrich Beck señala que la sociedad moderna se caracteriza por ser una sociedad reflexiva. Es decir, una sociedad que se conoce a sí misma tanto como nunca antes se había conocido. Asimismo, identifica la sociedad de hoy como ‘la sociedad del riesgo’. Nunca se sabe qué va a pasar –cuánto durará tu coche, tu matrimonio, tu trabajo- y por ello, todo se somete al orden de un seguro. Junto al también sociólogo Anthony Giddens, explica que los problemas ecológicos pertenecen a este tipo de sociedad, puesto que son problemas de una situación de riesgo e incertidumbre.

De acuerdo con Beck, en la sociedad del riesgo, aquellos más incontrolables son los manufacturados o los surgidos a partir de la acción del hombre. Los problemas ecológicos responden a este patrón. Así, los datos que arrojó el informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) en 2007, llegaron a la conclusión de que existe “un 90% de probabilidades de que el cambio climático que se observa en la actualidad es un efecto de la actividad humana causado esencialmente por las emisiones constantes de gases de efecto invernadero desde la industrialización”
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Si la sociedad de hoy sabe más y se ha admitido que el cambio climático ha sido generado por la actividad industrial, ¿por qué aún se siguen explotando recursos no renovables y se intenta explotar otros recién descubiertos (como el gas pizarra)? [Véase Manifestación ciudadana en contra del Fracking ] ¿Por qué aún el presidente de Iberdrola, Ignacio Sánchez Galán, presiona para que se eliminen las subvenciones a las nuevas energías alternativas? ¿Por qué aún la población china respira altos niveles de CO2 cuando pasea por las calles de Pekín? Por varias razones: ¿cómo se puede responsabilizar a la generación que inició el daño al medio ambiente? ¿Cómo se puede estar seguro de los horrores que supone el calentamiento global –derretimiento de los polos, desecación de lagos y ríos o la desaparición de superficie terrestre-, si todavía la sociedad de hoy no la ha divisado? ¿Cómo se va a actuar si se confía en los milagros de la tecnología?

Paneles solares 
 Castoriadis emplea una palabra para justificar tal comportamiento: la prudencia. “Puesto que lo que está en juego es enorme, y aunque las probabilidades son muy inciertas, procedo con la prudencia más alta, y no como si no pasara nada”. Debido a que nadie sabe con certeza si será cierto o no que el nivel de los océanos se elevará, desaparecerán multitud de especies y el agujero de ozono se extenderá, se toma como solución cerrar los ojos y seguir como si nada. A lo que Welzer añade: “la motivación (para cambiar la conducta) es escasa cuando uno debe modificar la propia conducta sabiendo que es altamente improbable que esa modificación surta efecto alguno”.

 Dejar el problema en manos de la ciencia no es la solución. Primero, porque, tal y como dice Welzer, dejar de contaminar y malgastar no implica que se solucione el cambio climático. Y segundo, porque las catástrofes naturales son sociales, en el sentido de que tras ellos, numerosos conflictos políticos, económicos y sociales emergen a la superficie. El tifón Yolanda ha arrasado la población de un país con escasos recursos, pero también lo hizo el huracán Katrina con la gran potencia mundial.

El hecho de que a raíz de esta catástrofe, de dimensiones todavía abarcables, la sociedad más rica de la Tierra se haya visto obligada a solicitar ayuda externa no es sino una demostración de que los desastres dejan al descubierto en un brevísimo lapso todos los déficit, los vacíos y los parches de abastecimiento que en situaciones normales pasan desapercibidos.
Dejar el problema en manos de la tecnología, tampoco. La catástrofe de Chernobyl evidenció un fallo en el milagro técnico. El terremoto de la planta Castor –aunque aún no probado- ha despertado la preocupación de los valencianos, y los testimonios de ciudadanos estadounidenses ante los temblores y la contaminación del subsuelo por el sistema fracking evidencian la superioridad de la naturaleza.


La economía ecológica supone un gran paso para la actuación. Lo ha hecho tarde, sin embargo. Los grandes cambios del calentamiento global aún no han salido a escena, pero ya comienzan a aterrizar en los pequeños detalles. En cómo en pleno noviembre, aún hay temperaturas máximas próximas a los veinte grados. En cómo se ha vuelto rutinario oír de huracanes cada poco tiempo. O en cómo se han intensificado los tifones que afronta Filipinas cada año.

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El cambio climático y sus consecuencias –tanto naturales como sociales- comienzan a caer en los países que menos han contribuido al calentamiento del planeta. El paradigma se halla en África, donde el lago Chad ya ha comenzado a secarse y la desertificación está acabando con las tierras cultivables. Ante esto, los compañeros del señor Saño son los responsables de elaborar un derecho internacional que responsabilice y sancione, superando el debate de ‘a quién cargar con la culpa’ y sancionando aquellos actores que atenten contra el océano, el suelo, el aire y la vida animal. Pues tal y como dijo el dirigente filipino hace un año: “Si no lo hacemos nosotros, ¿entonces quién? Si no es ahora, ¿entonces cuándo? Si no es aquí, ¿entonces dónde?”.