Hace un año, Naderev M.
Saño, jefe de la delegación filipina en las negociaciones sobre el cambio
climático en la Conferencia de las Partes,
pedía, ante sus compañeros –todos ellos Jefes de Estado-, auxilio. Lo hacía
sabiendo que su país recibe cada año cerca de veinte tifones, y quizás lo hacía
también intuyendo que pronto vendría el más destructor de todos: el tifón
Yolanda.
Con vientos de hasta
314 km/hora y olas de hasta 15 metros, el tifón que ha arrasado la isla de
Leyte y ha acabado con la ciudad de Taclobán, se ha convertido en el fenómeno
meteorológico más fuerte y violento de los acontecidos hasta la fecha en el
archipiélago. El gobierno filipino confirmó que 4.460 personas habían perdido la vida. Un dato que no se aleja demasiado de
aquellos que dejaron el tifón Thelma -el más destructivo hasta ahora con 5.100
muertos- y el tifón del pasado año,
Bopha –con 2.000-.
El tifón Yolanda forma
parte de la serie de catástrofes naturales que ha asolado el planeta desde
comienzos del siglo XXI. Las imágenes del huracán Katrina, el terremoto de
Haití o el tsunami que asoló la costa del Índico en 2004 aún las revivimos con
claridad en nuestras mentes. Y estas imágenes señalan, sin lugar a dudas, que
el cambio climático es una realidad. A su vez, generan diversas preguntas:
¿cuándo dejarán los países con menos recursos de pagar las consecuencias del
calentamiento global? ¿Cuándo desaparecerá la venda que impide ver a los
mandatarios que los efectos existen? ¿Cuándo se dejará de ser ajeno a la
realidad?
Si bien antes los seres
humanos se enfrentaban a catástrofes naturales y podían parecer cercanos a la
naturaleza y alejados de su destrucción –a excepción del caso de la Isla de
Pascua, en el que sus habitantes agotaron los recursos-, lo cierto es que la
preocupación por el medio ambiente no llega hasta la segunda mitad del siglo XX.
Con la aparición de la Revolución Industrial, el hombre le pierde el respeto a
la madre natura y comienza a disponer de los recursos naturales para su
explotación. Se estudia la naturaleza para integrarla a la técnica, y con ella,
a la industria. Pero es en la década de
los sesenta cuando comienza a tomar forma la idea de que ‘no podemos hacer con
la naturaleza lo que queramos’ y tampoco ‘podemos tomar todos los recursos a
nuestro antojo’. Los occidentales se percatan de los cambios que la técnica ha
provocado en el medio ambiente y empiezan a sentir la amenaza del fin de la
existencia.
Desarrollo sostenible
Afectadas por el huracán Katrina |
A raíz de este cambio
de pensamiento, aparece en escena un concepto que aglutina el nuevo
descubrimiento e intenta que la economía haga las paces con la ecología: el desarrollo sostenible. Catapultado y
difundido por la Cumbre de la Tierra celebrada en Río de Janeiro en 1992, “la
expresión se refiere a un proceso de desarrollo socioeconómico capaz de
prolongarse en el tiempo sin minar catastróficamente la capacidad de la
naturaleza para mantenerlo”,
señala el sociólogo Ernest García. Tal y como afirma éste, el concepto adolece
de una “ambigüedad política”. Es decir, se reconoce que el modelo de sociedad
actual perjudica al medio ambiente, al mismo tiempo que no se abandona el fin
de ese modelo, esto es, el crecimiento económico. Horizonte que guio la actividad
industrial desde el inicio de la Revolución Industrial y causante de agravar el
clima.
De ahí que numerosos
sociólogos, como el alemán Harald Welzer o el ya desaparecido francés Cornelius
Castoriadis, indiquen que la única forma de no dañar aún más el medio sea
abandonando el modelo capitalista.
Hace falta que haya cambios profundos en la organización psicosocial del hombre occidental, en su actitud con respecto a la vida, para resumir, en su imaginario. Hace falta que se abandone la idea de que la única finalidad de la vida es producir y consumir más –idea absurda y degradante a la vez-; hace falta que se abandone el imaginario capitalista de un seudocontrol seudorracional, de una expansión ilimitada.
No
obstante, tales palabras quedan refutadas con aquellas que ofreció la ONU en la
década de los noventa. “El desarrollo sustentable no implica el cese del
crecimiento económico. Más bien exige el reconocimiento de que los problemas de
la pobreza y el subdesarrollo, y los problemas ambientales relacionados, no se
pueden resolver sin un vigoroso crecimiento económico”.
Argumento compartido, asimismo, por la Comisión Brundtland y la Unión Europea y
que impulsó la aparición de la economía medioambiental y la economía ecológica.
Un avance significativo
La economía
medioambiental sigue considerando la naturaleza al servicio del hombre, pero se
preocupa por ella al introducir técnica y gestión de recursos para controlar el
posible daño. De acuerdo con Victor Climent, escritor y sociólogo español, este
modelo de capitalismo no es una alternativa ecológica real, ya que por un lado,
“los mecanismos de mercado todavía se resisten a interiorizar las
externalidades negativas que el mismo genera”; los Estados apenas tienen
iniciativa política – debido a “la dinámica electoral y las fuertes presiones
ejercidas por los grandes grupos industriales”-; y “las diferencias entre los intereses productivos nacionales y el
carácter planetario de sus efectos secundarios”.
Por
su parte, la economía ecológica evalúa los impactos ambientales en términos
económicos, pero también físicos. Valora aquello que la economía medioambiental
no tiene en cuenta, que es el proceso físico de producción y gasto, y pretende
que éste sea sostenible. Es un enfoque que se preocupa por las generaciones
futuras –multigeneracional, palabra
de Georgescu-Roegen-, considera la tecnología como una ilusión -en lugar de
ello, propone que ‘se pase con menos’-, y afirma que debe realizarse un
paulatino cambio entre las energías no renovables y las renovables.
Concienciados
sin actuar
El sociólogo alemán
Ulrich Beck señala que la sociedad moderna se caracteriza por ser una sociedad
reflexiva. Es decir, una sociedad que se conoce a sí misma tanto como nunca
antes se había conocido. Asimismo, identifica la sociedad de hoy como ‘la
sociedad del riesgo’. Nunca se sabe qué va a pasar –cuánto durará tu coche, tu
matrimonio, tu trabajo- y por ello, todo se somete al orden de un seguro. Junto
al también sociólogo Anthony Giddens, explica que los problemas ecológicos
pertenecen a este tipo de sociedad, puesto que son problemas de una situación
de riesgo e incertidumbre.
De acuerdo con Beck, en
la sociedad del riesgo, aquellos más incontrolables son los manufacturados o
los surgidos a partir de la acción del hombre. Los problemas ecológicos
responden a este patrón. Así, los datos que arrojó el informe del Grupo
Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) en 2007,
llegaron a la conclusión de que existe “un 90% de probabilidades de que el
cambio climático que se observa en la actualidad es un efecto de la actividad
humana causado esencialmente por las emisiones constantes de gases de efecto
invernadero desde la industrialización”
.
Si la sociedad de hoy
sabe más y se ha admitido que el cambio climático ha sido generado por la
actividad industrial, ¿por qué aún se siguen explotando recursos no renovables
y se intenta explotar otros recién descubiertos (como el gas pizarra)? [Véase Manifestación ciudadana en contra del Fracking ] ¿Por qué
aún el presidente de Iberdrola, Ignacio Sánchez Galán, presiona para que se
eliminen las subvenciones a las nuevas energías alternativas? ¿Por
qué aún la población china respira altos niveles de CO2 cuando pasea por las
calles de Pekín? Por varias razones: ¿cómo se puede responsabilizar a
la generación que inició el daño al medio ambiente? ¿Cómo se puede estar seguro
de los horrores que supone el calentamiento global –derretimiento de los polos,
desecación de lagos y ríos o la desaparición de superficie terrestre-, si
todavía la sociedad de hoy no la ha divisado? ¿Cómo se va a actuar si se confía
en los milagros de la tecnología?Paneles solares |
Castoriadis emplea una
palabra para justificar tal comportamiento: la prudencia. “Puesto que lo que
está en juego es enorme, y aunque las probabilidades son muy inciertas, procedo
con la prudencia más alta, y no como si no pasara nada”.
Debido a que nadie sabe con certeza si será cierto o no que el nivel de los
océanos se elevará, desaparecerán multitud de especies y el agujero de ozono se
extenderá, se toma como solución cerrar los ojos y seguir como si nada. A lo
que Welzer añade: “la motivación (para cambiar la conducta) es escasa cuando
uno debe modificar la propia conducta sabiendo que es altamente improbable que
esa modificación surta efecto alguno”.
Dejar el problema en
manos de la ciencia no es la solución. Primero, porque, tal y como dice Welzer,
dejar de contaminar y malgastar no implica que se solucione el cambio
climático. Y segundo, porque las catástrofes naturales son sociales, en el
sentido de que tras ellos, numerosos conflictos políticos, económicos y
sociales emergen a la superficie. El tifón Yolanda ha arrasado la población de
un país con escasos recursos, pero también lo hizo el huracán Katrina con la
gran potencia mundial.
El hecho de que a
raíz de esta catástrofe, de dimensiones todavía abarcables, la sociedad más
rica de la Tierra se haya visto obligada a solicitar ayuda externa no es sino
una demostración de que los desastres dejan al descubierto en un brevísimo
lapso todos los déficit, los vacíos y los parches de abastecimiento que en
situaciones normales pasan desapercibidos.
Dejar
el problema en manos de la tecnología, tampoco. La catástrofe de Chernobyl
evidenció un fallo en el milagro técnico. El terremoto de la planta Castor
–aunque aún no probado- ha despertado la preocupación de los valencianos, y los
testimonios de ciudadanos estadounidenses ante los temblores y la contaminación
del subsuelo por el sistema fracking
evidencian la superioridad de la naturaleza.
La economía ecológica
supone un gran paso para la actuación. Lo ha hecho tarde, sin embargo. Los
grandes cambios del calentamiento global aún no han salido a escena, pero ya
comienzan a aterrizar en los pequeños detalles. En cómo en pleno noviembre, aún
hay temperaturas máximas próximas a los veinte grados. En cómo se ha vuelto
rutinario oír de huracanes cada poco tiempo. O en cómo se han intensificado los
tifones que afronta Filipinas cada año.
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El
cambio climático y sus consecuencias –tanto naturales como sociales- comienzan
a caer en los países que menos han contribuido al calentamiento del planeta. El
paradigma se halla en África, donde el lago Chad ya ha comenzado a secarse y la
desertificación está acabando con las tierras cultivables.
Ante esto, los compañeros del señor Saño son los responsables de elaborar un
derecho internacional que responsabilice y sancione, superando el debate de ‘a
quién cargar con la culpa’ y sancionando aquellos actores que atenten contra el
océano, el suelo, el aire y la vida animal. Pues tal y como dijo el dirigente
filipino hace un año: “Si no lo hacemos nosotros, ¿entonces quién? Si no es
ahora, ¿entonces cuándo? Si no es aquí, ¿entonces dónde?”.
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